Mostrando entradas con la etiqueta Poblado de la Verde. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Poblado de la Verde. Mostrar todas las entradas

lunes, 8 de enero de 2018

La venganza de un pastor: un episodio de la Guerra de la Independencia en Mieza (Arribes del Duero)

Hace unos días, encontré perdidas en el disco duro unas fotos de una ruta que hice en bici en Mieza (Salamanca) hace un montón de tiempo. Por aquel entonces, no pensaba colgarlas en internet (y menos en mi propio blog), por lo que, para qué engañarnos, son bastantes malas. Aun así, las imágenes me hicieron recordar un artículo que leí hace años (mientras me documentaba Dios sabe para qué) sobre la supuesta venganza cometida por parte de un pastor de la zona contra las tropas napoleónicas. 

El Duero desde la ruta que conduce de Mieza al Poblado del Salto (Salamanca)
Sin más información que esa, me puse a buscar otra vez dicho artículo, y afortunadamente lo volví a encontrar en un ejemplar del periódico El Adelanto de nada más y nada menos que 1912. La crónica la firma Jacinto Vázquez de Parga y dice así:




En 1810 decidió Napoleón su expedición a Portugal, sirviendo Salamanca, en diferentes ocasiones, de paso hasta de 16000 infantes y 6000 caballos, al mando del general en jefe Massena, duque de Rívoli y del mariscal Ney; y como comienzo de campaña, pusieron sitio a nuestra vecina Ciudad Rodrigo, la que tomaron a pesar de la heroica defensa de su gobernador militar Pérez Herrasti.

Con este motivo circulaban por los campos de la provincia columnas y partidas de tropas francesas, ya para vigilar la frontera portuguesa como para perseguir las guerrillas españolas que por ellos andaban cantando:

Andamos por los montes

despedazando 

águilas imperiales

que van volando.

Apoderándose de paso, si bien momentáneamente, de pueblos y villas indefensos, en las cuales cometían toda clase de desmanes y atropellos, con lo cual el odio de los salmantinos crecía de una manera terrible, procurando el desquite y aprovechando la ocasión para vengarse, sin reparar en medios. Hace casi medio siglo que un natural de Hinojosa del Duero me contó una de esas represalias, un terrible acto de venganza llevado a cabo por un pastor de los Arribes del Duero, y aunque no conservo los detalles que harían más gráfica la narración, ahí va tal cual la recuerdo.

Era una noche de mediados de noviembre, lluviosa, de fuerte viento, y una pequeña columna de caballería francesa de dragones marchaba al trote por entre los elevados peñascales de los Arribes del Duero, cubiertos entonces de poblados de encinas y espesos olivares.
Dragón francés de la guardia imperial,
Édouard Detaille 

El agua y viento les flagelaban hacía horas el rostro. Jinetes y caballos empezaban a sentir cansancio, e hicieron un alto al abrigo de las encinas.

¡Qué caminos más endiablados estos de España! dijo uno de los jefes.

¿Pero dónde demonios se encuentra esa villa de Mieza, donde debíamos de estar ya hacer horas y pernoctar en ella? interrogó otro.

Yo creo repuso un tercero que estamos extraviados.

No diré que no contestó el jefe que la mandaba porque no sé quién no se pierde en un terreno tan accidentado y arbolado como este y que pisa por primera vez, y más en una noche como esta; pero allí en aquella ladera se ve entre el monte una luz; tal vez haya quien nos pueda enseñar el camino.

Y puestos en marcha, llegaron a una choza en la que unos pastores estaban calentándose alrededor de una hoguera.

En mal español le preguntaron por el camino de Mieza y el más joven y atrevido de los pastores se ofreció a guiarles por aquellos vericuetos, hasta ponerlos cerca de Mieza, concibiendo repentinamente un proyecto siniestro.

Aceptaron satisfechos los franceses dicha oferta, creyéndola hija del miedo de aquellos pobres hombres, porque no vieron la rápida y diabólica mirada que su guía cruzó con los que en la choza quedaban, y de la que devolvieron el acuse de quedar enterados.

Una hora escasa llevarían de marcha por entre los peñascales y encinares cuando el pastor, parándose en una estéril meseta, por la cual iba un camino relativamente ancho y despejado, dijo al jefe de la columna, señalándoselo:

Bosque en la noche de StockSna
Seguid por aquí al galope, y en diez minutos estáis en Mieza, que está ahí abajo, en el valle, a mano izquierda; ya no podéis perderos, y yo no puedo ir más lejos.

Y como si se lo hubiese tragado la tierra, desapareció entre las sombras de la noche.

El pastor, tomando un atajo, no tardó en volver a la choza, y en cuanto lo vieron sus compañeros le preguntaron:

¿Qué has hecho de los franceses?

Que si Dios no lo remedia, todos, o casi todos, duermen esta noche en el Duero.

¿Cómo?

Los he llevado por el camino del despeñadero del Cachón, y como la noche está negra, y hay niebla en el río, no lo verán y caerán unos en pos de otros en él.

Pues levantemos el campo por si acaso, no sea que a los que queden mañana alguien les enseñe el camino de nuestra majada.

Pues recoged el ganado y llevadlo a la inmediata sierra de La Coverca, que allí no os han de buscar ni dar con vosotros; allí me reuniré con vosotros al caer de la tarde.

Y tú, ¿no vienes?

No, yo me quedo para quemar el chozo y apagar la lumbre, no se prenda el monte, y luego voy a apostarme en la Peña del Mormeral para espiarla, saber lo que ha pasado esta noche, y lo que mañana pueda pasar en Mieza.

Siguiendo el consejo de su guía, y a pesar de la densa oscuridad de la noche, los franceses, deseosos de llegar a Mieza y descansar de tan mala jornada, pusieron los caballos al galope, pero, cercados de sombras, no vieron que oculto por espesa niebla que sobre él se alzaba, se abría a sus pies un ancho y pavoroso abismo; y el galopar de los caballos, el ruido de las armas, del aire y de la lluvia les impidió oír el rudo mugir de una gigantesca serpiente líquida que, soberbia e hinchada por las lluvias otoñales, se retorcía rugiente en el fondo del negro abismo; y avanzando tumultuosamente por el declive de la meseta, de repente les faltó el suelo, y sin darse cuenta fueron cayendo al precipicio; y gracias al instinto más afinado de algunos caballos, que olfateando el peligro o la desaparición de sus compañeros se plantaron, sin querer avanzar, por lo cual el resto de la columna pudo evitarlo.

El abismo era el Cachón de Mieza; la serpiente líquida el Duero.


Al día siguiente sus turbias aguas arrastraban en torba confusión los cadáveres de jinetes y caballos de los dragones franceses.

Afortunadamente para Mieza y los pastores, la mermada columna al abrigo de unas rocas y encinas esperó la llegada del día; y temiendo que apercibidos los pueblos de la Ribera de su desgracia, o de encontrarse con alguna de las guerrillas que por los campos pululaban les atacaran, no encontrándose con fuerza para resistir un ataque, aislado o combinado, tomaron por consejo prudente ir a unirse a la fuerza que a la sazón sitiaba a Ciudad Rodrigo.

El artículo original en el periódico El Adelanto

Para terminar, os dejo alguna foto de la ruta de aquel día, sin duda el sitio más complicado por el que he metido una bicicleta (ya os la mostraré bien algún día).

Bajando desde Mieza hasta el Poblado del Salto por el GR-14
Por estos caminos, pero no en bici, bajaba Unamuno en sus años mozos (por cierto, la otra orilla es Portugal).
El trayecto del sendero GR-14 entre Mieza y el Poblado del Salto es de los más espectaculares de la zona (y a menos que seas Carlos Coloma no es apto para bajar en bici).
Siguiendo esta ruta, Mieza y el Poblado de Aldeadávila distan poco más de 6 kilómetros (solo ida), pero en ellos descendemos más de 400 metros (por algo a estos sitios se les conoce como reventones).

La segunda (y última) vez que pasé por aquí fue en pleno verano, corriendo desde el Poblado del Salto a Mieza (subiendo, vaya). Creo que en mi vida he estado tan cerca de sufrir un infarto.



martes, 11 de agosto de 2015

El Poblado del Salto: Una joya a los pies de la presa de Aldeadávila

«No lo busque dentro de un baúl. Este tesoro no es de oro ni de plata. No le proporcionará riqueza, pero le hará sentir extraordinariamente afortunado. Es un tesoro para el alma y los sentidos. Un tesoro enclavado entre enormes y escarpados precipicios que asoma su rostro hacia las bellas y sosegadas aguas del Duero. Un tesoro de paz y libertad. Un tesoro conocido como Poblado de La Verde».


Arribes del Duero. Agosto del 2015. 

Me subo a la bici y doy la primera pedalada. La pantalla del ciclocomputador indica que son algo más de las 15:30. Hace calor. El cielo luce totalmente limpio, si acaso alguna nube despistada corretea por el azul y brillante firmamento. Estoy en la senda GR-14 recorriendo el antiguo camino que conduce de Vilvestre a Mieza. Me dirijo al Poblado del Salto de Aldeadávila, a unos 20 kilómetros de donde ahora me encuentro. En el arenoso suelo, como recuerdo de mis anteriores salidas, permanecen dibujadas las huellas de mis viejos y cansados neumáticos.


Llego a Mieza. Me deslizo a través de algunas estrechas y frescas callejuelas. A ambos lados de la calzada numerosas flores penden de los bellos balcones en las pequeñas casas de piedra e inundan el ambiente con su perfume.


Dejo atrás Mieza y con ello el dulce aroma. Pedaleo a lo largo de una carretera que discurre entre un enorme manto bordado de una dorada y fina hierba que es mecida por el viento. A través de una serie de leves subidas y bajadas cruzo el mar de oro. Alcanzo una bifurcación. Tres opciones: al frente, la Zarza de la Pumareda; a la derecha, la carretera general; el de la izquierda carece de señalización. Es el que lleva al tesoro.


Ahora la carretera pica hacia abajo. Me lanzo rápidamente por el irregular asfalto. 30, 40, 50... La velocidad aumenta vertiginosamente en el cuentakilómetros. A medida que desciendo por la larga y serpenteante carretera el paisaje cambia. La vegetación, ahora mucho más espesa, se difumina a ambos lados.


El pavimento mejora. Circulo entre enormes acantilados tapizados de verde. Numerosas aves rapaces dibujan círculos sobre mi cabeza. Un fuerte viento de cara intenta poner freno a mi raudo descenso y me obliga a estar alerta. A la diestra, amenazantes salientes rocosos se proyectan en algunos puntos hacia la carretera. A la siniestra (y nunca mejor dicho), se dibuja una larga y empinada caída hacia el fondo del valle. Un pequeño error y las cosas se pondrían feas.


Disfruto la bajada tratando de guardar en mi recuerdo cada uno de los metros que recorro: los viejos ejemplares de olivos, robles, encinas y pinos a ambos márgenes de la vaguada, el calor que desprenden las paredes de granito a mi alrededor, una solitaria y pequeña nube blanca que corona un gigantesco cantil que se alza al frente en lo que ya son tierras portuguesas... Sin duda este es uno de los mejores instantes que he vivido sobre una bici.


«Una curva, otra curva y el tesoro...» 

Tomo una cerrada curva a derechas y lo veo. A los pies de un precioso y escarpado valle descansa, junto a las aguas del Duero, el Poblado de la Verde. Al fondo, a mucha más altura de la que ahora me encuentro, se alza orgullosa la subestación eléctrica de Aldeadávila, tras la cual se encuentra la famosa presa (también conocida como salto) que lleva el mismo nombre. Decido que, antes de visitar el poblado, ese será mi primer destino, así que emprendo la subida.


Salto de Aldeadávila. Al fondo puede verse la subestación electrica