Esta mañana me desperté animado. Existen lugares en el mundo tocados con una varita mágica, y el Parque Natural del Río Barosa es uno de ellos. Situado a escasos kilómetros de la ciudad de Pontevedra, constituye uno de los lugares de visita obligada en esta tierra. Hacia allí me dirigía.
El reloj del cuentakilómetros todavía no marcaba las 9:00 cuando llegué a la ciudad del Lérez. Buscaba la ruta ancestral del Camino Portugués a Santiago, que sabía que me llevaría a mi destino. Me uní a ella tras pasar la Xunqueira de Alba, un humedal de 67 hectáreas que constituye un auténtico lujo y que fue el primer espacio de Galicia en ser declarado ENIL (Espacio Natural de Interés Local) y al que le dedicaré en unos días su propia entrada.
Hace frío, es un domingo de invierno y las calles y caminos están todavía desiertos. Dejo atrás la
iglesia de Santa María de Alba construida en 1595 y testigo del paso de cientos de miles de peregrinos. Alcanzo la
parroquia de Cerponzóns cuando el sol ha logrado vencer ya a la niebla y llego a uno de mis rincones preferidos, donde el camino se convierte en un sendero vestido con un manto de musgo, hiedras y hojas.
Los pájaros, el crujir de las hojas bajo los neumáticos y los abundantes manantiales y arroyos que cruzan el camino y serpentean entre las numerosas frondosas —compuestas por carballos, castaños y eucaliptos— y que se dirigen hacia un pequeño riachuelo situado a mi izquierda, componen una banda sonora que hace de este lugar un paraje idílico.